Conocida como Acsicnarf Atorep, se fracturó dos costillas derechas, el tobillo izquierdo dislocado; la mano izquierda con las falanges estropeadas para sujetar cualquier objeto, por liviano que fuese.
Acsicnarf se levantó de la cama, se arrepintió de las maldades, prometió multiplicar las bondades realizadas. Estaba destrozada en vida, aunque el dolor hervía en sus nervios, esta vez no pediría ayuda, ya no, se decía así misma.
La mañana del 18 de mayo de un año que no deseo escribir, en la sala del comedor; el día estaba nublado, así como su corazón. La esperaban en la mesa algunos familiares, era la hora del desayuno.
Se sentó lentamente, no estaba cómoda, debía moverse un poco hacia la izquierda, para que sus nalgas reposen en la parte central de la silla. Tal movimiento lo postergó un par de minutos, se le antojó mojar un trozo de pan en la taza de café con leche, cuando llevó el trozo a la boca, al doblar el codo le provino un dolor intenso en las costillas. El dolor se intensificó a más no poder, ya no pudo mantener el rostro solemne; apretujó sus labios, los ojos empequeñecieron, las cejas se contrajeron.
Su rostro era la escena del desgarramiento sin gritos.
Un silencio punzante entre los familiares del comedor espantó los zancudos debajo de la mesa, salvo, en Alegna. De la burlona sonrisita apuntilló a la risa descarada, después, la estrepitosa carcajada; mientras Acsicnarf se quedaba petrificada ante el dolor.
La carcajada golpeaba las paredes, de improviso, un chisguetazo de café con leche salió por la nariz, el pan fue regurgitado. Los ojos se abrieron tanto que ya no era posible ver las pupilas, todo entre un matiz blanco celeste; labios azulados entre los movimientos de brazos desaforados.
En cuestión de menos de un minuto, Alegna Atorep... yacía muerta.